De
pequeña, levantarse, desayunar, meterse en el coche con papá o mamá
y llegar al cole era ni más ni menos que el comienzo de otro día en
el que iba aprendiendo un montón de cosas sin darse cuenta y
mientras todo era un juego. Todo era como un recreo enorme que duraba
casi todo el día, vestida con el baby de cuadritos verdes y las
manos siempre llenas de colores. En algún momento se había acabado
aquello, pero ¿cuándo? ¿Qué día de su vida había dejado de ser
aquella María sonriente y con brackets que nunca estaba triste ni
enfadada? Era ella y no era ella, se sentía la misma, pero no sentía
igual. Ahora las cosas le parecían bien o mal. Casi siempre mal, y
no sabía decir por qué. Además, cuando algo le parecía mal, casi
siempre, se enfadaba sin hacer el menor esfuerzo por enfadarse.
Algo
dentro de ella, como en la boca del estómago se rebelaba y cuando se
daba cuenta ya estaba de mal humor. Y lo peor era que el mal humor lo
anegaba todo. No se ponía de mal humor con alguien o con algo. El
mal humor era con todos y con todas. Todo el mundo le parecía gordo,
bajita, sucio, mal vestida… a nadie le quedaba nada bien, ni
siquiera a ella. La comida era un asco. Toda. Cualquiera. Las pelis
eran aburridas, las asignaturas un rollo. Su sueño de siempre de ser
médica le parecía ahora absurdo y a muy largo plazo. Y ahora,
encima todo el mundo agolpado en la puerta sin salir, joder, ¿no
tendrán otro sitio donde pararse?
Había
recogido las cosas y había salido casi como un robot. Ni siquiera
había esperado a Ana o a Cristina. En la calle, frente al colegio,
un montón de niñatos con motos hacían ruido para salir pitando con
la tonta de la novia detrás o fumaban en pandilla como cosacos y
cosacas. Los odiaba. Los odiaba porque eran odiosos, pero también
porque ella no se subía detrás de ninguna moto. Ni tenía moto. Ni
era capaz de fumar y reír y coquetear y ya está. Odiaba eso, pero
le encantaría hacer eso.
Aceleró
el paso para alejarse pronto de allí y no tener que ver cómo su
novio achuchaba a Silvia como si fuera a engullirla y para no ver
como Lalo era el centro de atención de toda aquella pandilla de
babosas. Él se atusaba el pelo y se dejaba admirar haciéndose el
interesante, el muy hipócrita…
-¡María,
María! – Eran Ana y Cristina, que llegaban corriendo a la
esquina.-
-¡Jobá,
hija, parece que ten han dado cuerda! ¿Adónde vas con esa carrera?
-¡Bah!-¿Pero qué te pasa? ¿Te pasa algo?
Nada,
¿qué iba a pasarle? Que era viernes. ¡Vienne!, como decía un
profesor suyo medio idiota, bajito, gordo y muy rarito, pero que no
conseguía caerle mal. Que era viernes y ahora le quedaba todo un fin
de semana por delante. Sabía que todos los de su clase, junto con
gente de otros institutos quedarían para salir de botellona, o de
discoteca, o de calle simplemente. Ella tendría que quedarse en casa
por culpa de su padre. Ese viejo duro y pasado de moda que no la
dejaba hacer nada.
Cuando
compraron el chalé en las afueras le pareció una idea estupenda eso
de tener mucho jardín y piscina y pista de paddle, pero ahora ya no
celebraba cumples con sus amiguitos. Nadie quería un lugar lleno de
mayores vigilando. Su padre no le dejaba la casa, por supuesto, no la
llevaba a la ciudad, no le compraba una moto y, por supuesto, no la
dejaba llegar después de las once, que era la hora en la que casi
empezaba todo. ¡Qué iba a pasarle!
Miró
a Ana y a Cristina y le entraron ganas de mandar a las dos a la
mierda. No tenían culpa de nada, claro, pero María tampoco tenía
con quién desahogarse, porque su padre era un muro, su madre una
cobarde y su hermano era un pasota a pesar de tener dos años más
que ella… así que retiró la mirada y siguió caminando mirando al
suelo y apretando el paso.