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jueves, 10 de enero de 2013

Capítulo 3.



  Era todo absolutamente fácil hasta no sabía muy bien cuándo.

De pequeña, levantarse, desayunar, meterse en el coche con papá o mamá y llegar al cole era ni más ni menos que el comienzo de otro día en el que iba aprendiendo un montón de cosas sin darse cuenta y mientras todo era un juego. Todo era como un recreo enorme que duraba casi todo el día, vestida con el baby de cuadritos verdes y las manos siempre llenas de colores. En algún momento se había acabado aquello, pero ¿cuándo? ¿Qué día de su vida había dejado de ser aquella María sonriente y con brackets que nunca estaba triste ni enfadada? Era ella y no era ella, se sentía la misma, pero no sentía igual. Ahora las cosas le parecían bien o mal. Casi siempre mal, y no sabía decir por qué. Además, cuando algo le parecía mal, casi siempre, se enfadaba sin hacer el menor esfuerzo por enfadarse.

Algo dentro de ella, como en la boca del estómago se rebelaba y cuando se daba cuenta ya estaba de mal humor. Y lo peor era que el mal humor lo anegaba todo. No se ponía de mal humor con alguien o con algo. El mal humor era con todos y con todas. Todo el mundo le parecía gordo, bajita, sucio, mal vestida… a nadie le quedaba nada bien, ni siquiera a ella. La comida era un asco. Toda. Cualquiera. Las pelis eran aburridas, las asignaturas un rollo. Su sueño de siempre de ser médica le parecía ahora absurdo y a muy largo plazo. Y ahora, encima todo el mundo agolpado en la puerta sin salir, joder, ¿no tendrán otro sitio donde pararse?
Había recogido las cosas y había salido casi como un robot. Ni siquiera había esperado a Ana o a Cristina. En la calle, frente al colegio, un montón de niñatos con motos hacían ruido para salir pitando con la tonta de la novia detrás o fumaban en pandilla como cosacos y cosacas. Los odiaba. Los odiaba porque eran odiosos, pero también porque ella no se subía detrás de ninguna moto. Ni tenía moto. Ni era capaz de fumar y reír y coquetear y ya está. Odiaba eso, pero le encantaría hacer eso.

Aceleró el paso para alejarse pronto de allí y no tener que ver cómo su novio achuchaba a Silvia como si fuera a engullirla y para no ver como Lalo era el centro de atención de toda aquella pandilla de babosas. Él se atusaba el pelo y se dejaba admirar haciéndose el interesante, el muy hipócrita…

-¡María, María! – Eran Ana y Cristina, que llegaban corriendo a la esquina.-
-¡Jobá, hija, parece que ten han dado cuerda! ¿Adónde vas con esa carrera? -¡Bah!-¿Pero qué te pasa? ¿Te pasa algo?
Nada, ¿qué iba a pasarle? Que era viernes. ¡Vienne!, como decía un profesor suyo medio idiota, bajito, gordo y muy rarito, pero que no conseguía caerle mal. Que era viernes y ahora le quedaba todo un fin de semana por delante. Sabía que todos los de su clase, junto con gente de otros institutos quedarían para salir de botellona, o de discoteca, o de calle simplemente. Ella tendría que quedarse en casa por culpa de su padre. Ese viejo duro y pasado de moda que no la dejaba hacer nada.

Cuando compraron el chalé en las afueras le pareció una idea estupenda eso de tener mucho jardín y piscina y pista de paddle, pero ahora ya no celebraba cumples con sus amiguitos. Nadie quería un lugar lleno de mayores vigilando. Su padre no le dejaba la casa, por supuesto, no la llevaba a la ciudad, no le compraba una moto y, por supuesto, no la dejaba llegar después de las once, que era la hora en la que casi empezaba todo. ¡Qué iba a pasarle!
Miró a Ana y a Cristina y le entraron ganas de mandar a las dos a la mierda. No tenían culpa de nada, claro, pero María tampoco tenía con quién desahogarse, porque su padre era un muro, su madre una cobarde y su hermano era un pasota a pesar de tener dos años más que ella… así que retiró la mirada y siguió caminando mirando al suelo y apretando el paso.